No me cuesta admitir que a veces me he imaginado apoyada en tu pecho,
cuando nos tumbamos tiernos en el sofá y nos acariciamos las piernas y llegamos a la punta de los pies, esa zona que tanta manía tenía.
Es poético pensar que has sido la única persona,
a parte de mi,
que ha llegado a tocar y a querer,
las partes de mi que durante tanto tiempo he odiado.
Mis dedos de los pies,
la forma de mi nariz,
el mal humor que tengo por las mañanas,
la manía de estar durante por lo menos una hora en silencio hasta que me despierto y miro un punto fijo,
como me cuelgan los brazos
y se me van los hombros hacia delante cuando camino,
la poca feminidad que tengo a veces,
esa con la que nos cargan sin querer y no conseguimos soltar.
Todas esas partes que nunca acepté de mi,
hasta que llegaste a besarlas,
esos complejos que nunca me habían servido como arma,
que nunca me habían aportado nada bueno,
me sirvieron de superficie a tus besos,
de método para que te quedaras.
Para tener una parte más donde acariciar.
En las marcas de mis estrías
y el culo demasiado grande que siempre me remarco mi madre, junto con mis caderas que te gusta abrazar, marcar y morder.
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