Las flores que no tenía me florecieron en el cuerpo
y cada vez que me metía en la ducha,
esas veces que me obligaba a verme, a mirarme en el espejo,
veía esas semillas que no eran tuyas ni de nadie,
como crecían por mi boca, por mi piel
y me remaclamaban independencia y creencias
para crecer pequeñas, sanas, menos endebles.
Como un salmón de aguas frías que crece a su tiempo,
que no tiene piojos que le pican, ese ánimo que no me pica,
que no me molesta.
Miraba esos pétalos, esas hojas que crecían y te preguntaba porque tú no lo tenías,
por qué estabas tan seco si yo estaba floreciendo,
si yo me estaba regando tanto,
si tenías envidia de mis flores,
si te estaba amargando ver que sin quererlo,
aunque con mucho esfuerzo y almuerzos
y quitarme de ese no comer
y quitarme de esas palabras dañinas a mi alma,
a mi cuerpo, a mis versos,
por todo lo que cambié,
pero tú no cambiabas.
Te regué, te regaba a diario,
con mis peticiones de cariño,
con todas mis búsquedas de cercanía,
de no sentirme completa porque me tocaras un pie en el sofá. Yo que soñaba con un duplex por tener un sillón donde acomodarnos los dos, cambiar ese lugar, tener un sitio donde no cabíamos para ver las películas,
fue el primer paso del divorcio,
de quedarnos sin tantas caricias.
Seguimos caminando como si no quisiéramos buscarnos las miradas, como si no fuera por lo único que vivíamos, por lo que era ese esfuerzo de trabajar tanto, de tener dinero,
el querer acomodarnos.
Donde se estaba yendo ese esfuerzo en vano,
si todo lo que estábamos ganando nos lo estábamos quitando.
Tú nos lo quitabas porque yo siempre me sentí sola y siempre te pedía no estarlo, siempre buscaba una mano,
un abrazo antes de dormir, una conversación profunda, un qué tal estás con interés, una mirada intensa, un ramito de flores y una nota.
Yo que cedía y te regalaba cada gota de sangre de mis rincones.
No podía más con ese silencio,
con ese vacío,
con este cuerpo desnudo que tenía que tocarse,
con esta autonomía que se me estaba forzando,
tu que luego te llamabas dependiente,
que vivir sin mí no podías.
Dos años sin besos, sin versos,
parecía que viviéramos en un distinto balcón.
Cuánto de lejos tuvimos el corazón,
yo que quería coserlo a tu pecho,
intentaba acariciar tu costado,
besar tu cuello,
conseguir hacer él amor.
Siempre recibía un no.
Jugando siempre con el rechazo por si de repente cambiabas de opinión, dejaba de hacerte cosquillas mi tacto, de repente fueras a decirme que si.
No podía esperar más,
porque ese calor saliera de tu pecho,
trate de hacerlo responsabilidad mía pidiendo,
pero no lo explícito servía a tu cerebro,
me perdiste por no me digas qué estabas haciendo.
Ahora no juzgues que tome una mala decisión
y que me fui porque si,
que nunca lo vas a entender,
que habrá otro que me enseñó lo que no tenías.
Cuando fueron esas rosas que me crecían,
donde tú solo sentías espinas,
no te gustaba la independencia que tenía,
buscabas una madre, una niña,
una mujer codependiente que cuidara tu ansia de ser tan tranquilo, de justificar dejarlo todo para el día siguiente.
Pero me cansé del tiempo,
de esperar,
de que tus amigos te motivaran para bailar.
Lo difícil que fue siempre que fueras tú conmigo dices.
Pues lo siento,
yo lo fui siempre
y lo soy puramente ahora.
Ahora estoy en otra casa, en otra cornisa,
en otra ciudad,
en un hospital, en un entierro
y me acuerdo de pasos que dimos
y me llena más esta soledad.