Me siento en tu sofá como si viviese allí de siempre,
me miras de reojo, estiras la mano y me coges la pierna
o la cara o la mano,
o lo que pilles más a mano.
Me gusta tu cara cuando me miras fumar,
cuando levantas la ceja como “¿Quieres?”,
cuando dices que me tienes un poco de cariño,
dormimos juntos y me abrazas.
Te digo que tengo frío,
coges una manta,
me regalas tu sudadera,
mientras duermo me quitas la goma del pelo
y te la pones como pulsera
-ahora la llevas en el cambio del coche,
donde siempre nos damos la mano-.
En el idioma del amor esa goma es nuestro vínculo
y tú dices que no quieres que se rompa,
que eres fiel creyente de que el amor existe
y que quieres ir suave
y a la vez que desde la salita nos oigan.
Me despiertas con caricias
y me recuerdas a Luis Alberto de Cuenca,
porque dices que quieres empezar conmigo el desayuno.
Me hablas de León,
te digo que contigo me siento como en casa,
me hablas de inseguridades,
de celos, de gente farsante...
y solo me imagino que te cuido
que nos mudamos a alguna parte
y me dices que te gusta esa frase de
“Creo que nuestros futuros son muy compatibles”
y que además te gusta que pensemos tan igual.
Me gusta pasear en bragas por tu pasillo místico,
tener que abrir suave la puerta por si está despierto tu primo,
pasar corriendo con tu sudadera
y tratar de no hacer ruido.
Me gusta que nos la sude molestar a los vecinos,
que hagamos pactos y digamos que no somos amigos,
que me abraces dormido,
que me beses con cara de niño.
Me gusta que digas tanto siempre y nunca,
que te rías cuando hablo de tener hijos,
que me digas que mis planes no se han ido tan lejos de su camino.
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