Hace tiempo me di cuenta
de que no es que en la vida haya querido mucho
es que he querido demasiado,
y con demasiado me quiero referir literalmente
a en exceso, a desbordante, a insoportable,
a que se salía por los bordes,
por los míos y por los de mis relaciones.
Alguien,
me metió en la cabeza que desde niña
por ser chica, mujer,
debía querer tanto que se me cállese el corazón,
con desmedida, sin límites...
pero nadie me explico que eso para una persona es agotador, que puede acabar en una muerte (literalmente) lenta, trágica y sin lugar a duda dolorosa,
porque duelen las consecuencias de la
frustración, la ansiedad, la depresión, el estrés post traumático y otras cosas...
que causa el daño de no ser correspondido.
Las mujeres aprendemos a querer muchísimo,
a darnos por encima de todas las cosas...
porque somos las eternas salvadoras del daño ocurrido en el mundo, porque somos las que parimos, las que cuidamos, las que limpiamos, las que bañamos, las que besamos, las que abrazamos, curamos y vivimos por y para los demás.
He aprendido hace más bien poco,
que debo querer en exceso a una persona por encima de todas las demás,
incluso para poder tener ese “superpoder” de amar incondicionalmente al prójimo
(si lo hago desde mi propia elección)
y esa persona soy yo misma.
Ese amor es sano,
es de alguna forma visto como egoísta,
es estable, duradero y con límites,
es un amor que me sonríe al espejo esté guapa o fea,
se emborracha conmigo cuando quiero,
o no bebé cuando no,
me limita para tomar las mejores decisiones,
me acompaña,
me cuida,
me recrimina muy pocas veces lo que hago mal.
Desde ese amor limitado, no excesivo, agradable, quiero a los demás respetándome y poniéndome siempre a mi primero, porque claro que querer a los demás es precioso y querer mucho, mucho más, pero cuando el amor empieza a doler deja de ser amor.